viernes, 3 de abril de 2015

Canto gregoriano de la Pasión: Nova Schola Gregoriana - In Passione et Morte Domini

Les dejo este bellísimo CD con música gregoriana de Semana Santa. En la pista 3 está la Pasión de nuestro Señor según San Juan. Pueden acompañar el canto de la Pasión partiendo del Evangelio de San Juan cap. 18, donde Jesús es tomado preso en el huerto de los olivos. En la pista 3, se produce un espacio de silencio en el minuto 29:35, que es cuando Jesús muere.

El CD se puede comprar aquí y también aquí

Para escuchar vayan al siguiente enlace:

http://www.goear.com/playlist/8b3073b/nova-schola-gregoriana-in-passione-et-morte-domini

jueves, 2 de abril de 2015

¿Cómo puede el mundo odiar a Aquel que pasó haciendo el bien?

Plinio Corrêa de Oliveira
Catolicismo N°112 de abril de 1960

La foto reproduce un cuadro de Lucas Cranach, el viejo (siglo XVI), conservada en el Museo de Gand: “La coronación de espinas”. En torno del Divino Redentor, maniatado y revestido de una púrpura de irrisión, se agrupan cinco figuras. En el primer plano, un hombre le extiende una vara a manera de cetro y, al mismo tiempo, en un saludo caricaturesco levanta el gorro y le saca la lengua. Al lado, otro alarga la boca en actitud de escarnio. Los demás, al fondo, se empeñan en fijar en la cabeza adorable del Salvador, a manera de corona, un inmenso gorro de espinas. En el centro, el Hijo de Dios, da muestras de dolor físico, mas sobre todo, de intenso sufrimiento moral, que supera el tormento corporal, y absorbe enteramente a la Víctima divina. Se diría que Nuestro Señor sufre con el rencor de estos miserables verdugos. Sin embargo, ese odio no es sino una pisca de un inmenso océano de rencor que se entiende, por así decir, más allá, hasta los confines del horizonte. Y es por ese océano que la mirada de Jesús se prolonga en dolorosa meditación.
El cuadro de Lucas Cranach focaliza un aspecto importantísimo de la Pasión: el contraste entre la santidad infinita y el amor inefable del Redentor, con la bajeza insondable y el implacable odio de los que lo mataron. En él se patentiza la oposición irreductible entre la Luz – “erat lux vera” (Juan, 1, 9) – y los hijos de las tinieblas, entre la Verdad y el error, el Orden y el desorden, el Bien y el mal.
Popule meus, quid feci tibi? Aut in quo contristavi te?” – “Oh pueblo mío, ¿qué mal te hice Yo, en qué te he contristado?” – Estas palabras, que la liturgia de Viernes Santo pone en los labios de Nuestro Señor, están bien en el centro del tema que acabamos de enunciar.
Que un hombre odie a quien le hace mal puede ser censurable, pero no es incomprensible. Sin embargo, ¿cómo puede un hombre odiar a quien es bueno, a quien que le hace el bien?
Este problema es casi tan viejo como la humanidad. ¿Por qué Caín odió a Abel? ¿Por qué los judíos persiguieron e incluso mataron a los profetas? ¿Por qué los romanos persiguieron a los cristianos?
Más recientemente, ¿Por qué fue derramada por los protestantes tanta sangre de mártires? ¿Por qué hizo lo mismo la Revolución Francesa, o la Revolución bolchevique en Rusia? ¿Cómo explicar el odio de los comunistas en la guerra civil española, en las persecuciones en México, en Hungría, en Yugoeslavia? La tierra aun llora la muerte del Cardenal Stepinac y uno se pregunta: ¿Por qué fue él tan odiado?
Bien sabemos que, formuladas así, tales preguntas parecerán a muchos un tanto simplistas. El odio de los enemigos de la Iglesia no siempre fue gratuito. No faltaron, por veces, también de parte de los católicos, provocaciones y excesos que generaron reacciones. De otro lado, hubo en cierto número de casos, equívocos, mal entendidos e incomprensiones que dieron lugar a violencias. Hubo entonces mártires, no porque la Iglesia fuese debidamente conocida y sin embargo odiada como tal, sino precisamente porque ella era desconocida o desfigurada indebidamente.
No negamos nada de esto. Sin embargo, reducir a estas causas el odio de las tinieblas contra la Luz, del mal contra el Bien, eso sí es singularmente simplificar el problema.
Es lo que en la Pasión se evidencia con claridad meridiana.

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Notemos, primero que nada, que si los católicos pueden tener fallas, Nuestro Señor no las tuvo. Ya sea en cuanto al fondo y a la forma, sea en cuanto al tacto y a la oportunidad con que enseñaba, sea aún en cuanto al carácter edificante de sus ejemplos, al valor apologético de sus milagros, y al aspecto santísimo y deslumbrante de su Persona, no podría haber duda alguna. Él no dio pretexto a ninguna objeción legítima, a ninguna queja sólida.
Por el contrario, sólo dio ocasiones a que lo adorasen y lo siguiesen. Entre tanto, también Él fue odiado, más odiado hasta que a sus fieles a lo largo de los siglos. ¿Cómo explicar esto? Es que en los hijos de las tinieblas hay un odio que se vuelca precisamente contra la Verdad y el Bien.
Es, pues, inútil querer atribuir todo a un mero juego de equívocos. Estos han existido, sin embargo, no resuelven el problema.

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Alguno dirá tal vez que este odio es bien simple de explicar. La Ley de Dios es austera. Quien no quiere sujetarse a los sacrificios inherentes a la observancia de ella, desobedece y fácilmente se revela. La rebelión a su vez, genera odio, especialmente odio contra la Verdad y el Bien.
No negamos que, en la generalidad de los casos, esté ahí la raíz del odio contra Dios. Mas, para comprender el problema, es necesario no simplificar tanto.
Todo pecado es una ofensa a Dios. Sin embargo, hay pecadores que conservan alguna tristeza del mal que practican y cierta admiración por el bien que no hacen. Por esto, lamentan la vida que llevan, aconsejan a otros a no seguirles el ejemplo, y prestan honra a los que proceden bien. De esta actitud humilde proviene, muchas veces, que Nuestro Señor les conceda grandes gracias y ellos vuelvan al camino de la salvación.
Si sólo hubiese en Israel de estos pecadores, no creo que Jesús hubiese sido perseguido, y aun menos, crucificado. Si de esos fuese Caín, no habría, matado a Abel. Si todos los pecadores de la Historia hubiesen sido como esos, no habría ella registrado las horribles persecuciones de que hablamos arriba.
¿Cómo son, entonces, los pecadores que constituyen las almas rabiosas que mueven las persecuciones contra la Iglesia? Aquí está el problema.

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El pecador entristecido y avergonzado de que tratamos no puede ser propiamente llamado un impío. El caerá en la impiedad, si de tal manera se embotase en el pecado, que lo hiciera perder la tristeza de practicarlo y la admiración por los que ejercen la virtud. Nacerá, entonces, de ahí una impiedad de primer grado, por así decir, que redundará en indiferencia por la Religión y por la moral. Al impío de este género, sólo sus intereses personales importan. Tanto se le da vivir en un ambiente bueno o malo: desde que gane dinero y haga carrera, o se divierta, cualquier cosa le sirve.
Evidentemente, esta impiedad es muy censurable. Fueron culpables de ella todos los que en Jerusalén asistieron a la Pasión como meros curiosos. Y los que a través de la Historia, hasta hoy en día, se juzgan en el derecho de presenciar la lucha entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas sin tomar partido, como una egoísta “tercera fuerza”. Pero, una vez más, gente de este tipo, de por sí, no habría practicado el deicidio.

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Sin embargo, hay almas que van más lejos. Movidas por la sensualidad, por el orgullo, por otro vicio cualquiera, llevan la malicia tan lejos, de tal manera se identifican con el pecado, que llegan a sólo sentirse bien donde se lisonjeen sus malos hábitos, y a no soportar nada que constituya censura o hasta mero desacuerdo en relación a ellos. De ahí surge un odio a los buenos y al Bien, a los paladines de la verdad y a la Verdad misma, que les da como que un ideal negativo. Voltaire lo expresó muy bien en su lema “écraser l’infâme” (¡“aplastar al infame”, esto es, al Verbo Encarnado!). Hacer de esto un anhelo de todos los momentos, el “ideal” de una vida, he aquí lo que es la quintaesencia de la impiedad. Gente así reúne todos los requisitos para planear, urdir y ejecutar la persecución. Si en Israel no hubiese gente así, Nuestro Señor no hubiese sido crucificado.

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Dios no niega su gracia a nadie. Impíos de estos también pueden convertirse, y de todo corazón. Con todo, cabe acrecentar que, en cuanto no lo hacen, ya tienen en esta tierra la más importante característica de los condenados al infierno.
Realmente, se piensa en general, que los condenados, si pudiesen, huirían todos para el Cielo. Esto no es verdad. Ellos tienen tanto odio a Dios, que aunque pudiesen librarse del fuego eterno en el cual están presos, no lo harían si tuviesen que con esto prestar a Dios un acto de amor y obediencia.
Tal es la fuerza de este odio. Y es a la luz de esto que se comprende bien lo que llamaríamos de impío de segundo grado.
Fue esta impiedad quintaesenciada la fuerza motriz que animó a la Sinagoga a la rebelión contra el Mesías. Fue ella la que movió la lucha de los impíos contra la Iglesia, contra los buenos católicos, en el decurso de los siglos.

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Hijos de las tinieblas… esos son los impíos. Príncipe de las tinieblas, ese es Satanás. ¿Qué relación existe entre ellos? Judas era un hijo de las tinieblas. Nos dice el Evangelio que el demonio entró en él (Luc. 22, 3). Sabemos por la Fe que “andan por el mundo para perder las almas” espíritus malignos. Cuando el demonio consigue realizar en un alma su obra completa, llévala a este estado de impiedad. Recíprocamente, un alma así es campo abierto para las tentaciones del demonio. Es fácil ver, pues, que tales impíos son los mejores auxiliares del infierno en la lucha contra la Iglesia.

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Señor, en esta hora de misericordia en que consideramos vuestro Cuerpo sacrosanto verter por todos lados vuestra Sangre redentora, Os pedimos, por los méritos infinitos de esa misma sangre preciosísima y por las lágrimas de vuestra y nuestra Madre, nos mantengáis muy lejos de cualquier impiedad: “no permitas que nos separemos de Ti”, de todo corazón Os lo imploramos.
Por toda parte por donde los impíos persiguen a los hijos de la luz, y muy especialmente en la Iglesia del Silencio, sed la fuerza de los perseguidos, no sólo para que no desfallezcan, como para que se levanten, se articulen, y aplasten a vuestros adversarios. Por el Inmaculado Corazón de María, Os lo rogamos.
Y, ya que en la última hora prometisteis el Paraíso al buen ladrón, Señor, por los méritos de vuestra agonía Os suplicamos, en unión con María, que vuestra misericordia descienda hasta los antros ocultos de la impiedad, a fin de convidar para las vías de la virtud a vuestros peores adversarios.

Y aun por misericordia, Señor, confundid, humillad y reducid a la entera impotencia a los que, rechazando los más extremos llamados de vuestro amor, persisten en trabajar para destruir la civilización cristiana y hasta – como si fuese posible – vuestra Esposa mística, la Santa Iglesia.

miércoles, 1 de abril de 2015

San Bernardo – Sermón en el miércoles santo

Sermón de la Pasión del Señor

1. Vigile vuestra alma, hermanos, para que no se os pasen sin fruto los misterios de este tiempo. Copiosa es la bendición: disponed vasos limpios, almas devotas, sentidos despiertos, afectos sobrios; conciencias puras habréis de presentar para recibir tantos dones de gracias. Esta solicitud debe inspirarnos no sólo el especial género de vida que habéis escogido, sino la general observancia de la Iglesia, de quien sois hijos. Todos los cristianos, en esta sagrada Semana, o más de lo acostumbrado o fuera de lo acostumbrado se ejercitan en la piedad, muestran modestia, siguen humildad, se componen con gravedad, para que de algún modo parezca se compadecen de Cristo paciente. ¿Quién es tan irreligioso, que no se compunja? ¿Quién tan insolente, que no se humille? ¿Quién tan iracundo, que no perdone? ¿Quién tan dado a las delicias, que no se abstenga? ¿Quién tan delincuente, que no se reprima? ¿Quién tan malicioso, que no haga penitencia en estos días? Con razón, ciertamente. Recuerdan la Pasión de Cristo, la cual aun hoy día estremece la tierra, parte las piedras, abre los sepulcros. Está próxima también su Resurrección, en que habéis de celebrar con solemnidad al altísimo Señor. ¡Ojalá sea entrando con alegría y ansia de vuestro espíritu hasta la más íntima consideración de las altísimas maravillas que ha obrado! Nada mejor pudiera en el mundo hacerse que lo hecho por el Señor en estos días. Nada mejor ni más útil se podía encargar al mundo que celebrar con solemnidad cada año que perpetuamente su memoria con todo fervor del alma, testificando así cuán grande sea la abundancia de su inefable dulzura. Una y otra cosa por nosotros es, porque en una y en otra está la vida de vuestro espíritu. Admirable es vuestra Pasión, Señor Jesús, pues alejó las pasiones de todos nosotros, fue la víctima para aplacar a Dios por nuestros pecados y jamás resulta ineficaz contra ninguna peste nuestra. Porque ¿qué veneno puede haber tan mortífero que con vuestra muerte no se desvirtúe?
2. En esta Pasión, hermanos, conviene considerar especialmente tres cosas: la obra, el modo y la causa. En la obra se manifiesta la paciencia, en el modo la humildad, en la causa la caridad.
Pero una paciencia singular, pues cuando descargaban los pecadores rudos golpes sobre sus espaldas, cuando era extendido en un leño hasta podérsele contar todos sus huesos, cuando aquel fortísimo baluarte que guarda a Israel era agujereado por todas partes, cuando sus pies y manos eran clavados, cuando como oveja era llevado a la muerte y como cordero ante quien lo trasquila, no abrió su boca: no se quejaba contra el Padre, que le había enviado; ni contra el género humano, por quien pagaba lo que no había robado; ni, en fin, contra el mismo pueblo especialmente suyo, de quien, por tantos beneficios que le había dispensado, recibía tantos males.
Son castigados algunos por sus pecados, y si lo sufren con humildad, esto mismo se les reputa por paciencia. Son afligidos otros, no tanto para ser corregidos cuanto para ser probados y coronados, y en esto se comprueba y manifiesta paciencia mayor. Pues ¿cómo no se juzgará máxima heredad, por aquellos mismos que especialmente había venido a salvar, fue destinado a muerte cruelísima cual si fuese ladrón, no teniendo pecado alguno, ni por acción propia ni por haberlo contraído; poseyendo, además, invariables grandezas, perfecciones y santidad? Sin duda este Señor es aquel en quien habita toda la plenitud de la Divinidad, no en sombra, sino corporalmente; aquel en quien Dios está reconciliando consigo al mundo, no figurativa, sino substancialmente; aquel, en fin, que está lleno de gracia y de verdad, no por cooperación a la gracia, sino personalmente, siendo el autor de la misma gracia. Su obra es ajena de Él, dice Isaías; porque fue obra suya la que el Padre le encargó hacer; pero era ajeno de Él que, siendo quien era, sufriese tales cosas. Y así fue su obra, obra de inefable paciencia y benignidad.
3. Pero, si con diligencia atiendes al modo de realizarse, no sólo le reconocerás humilde, sino manso de corazón. Verdaderamente por su extrema humildad fue condenado a muerte por sus inicuos jueces, cuando ni a tantas blasfemias respondía ni se defendía de los falsísimos crímenes que le imputaban. Vímosle, dice Isaías, y no tenía figura de hombre: no era ya el hermoso entre los hijos de los hombres, sino oprobio de los hombres y como leproso, el último de los hombres y el desecho de la plebe; verdaderamente el Varón de dolores, herido por Dios y tan humillado, que ni tenía figura ni hermosura.
¡Oh oprobio de los hombres y gloria de los ángeles! Nadie más sublime que Él, nadie más humilde. En fin, fue marchando con salivas y puesto entre malhechores. ¿No merecerá nada esta humildad, siquiera por tener tal modo, o más bien, por ser superior a todo modo? Como su paciencia es singular, así su humildad es admirable, una y otra sin igual.
4. Mas a entrambas realza magníficamente la causa misma, que es la caridad. Porque, movido de la extremosa caridad con que Dios nos amó, por redimir al siervo, ni el Padre perdonó a su Hijo ni el Hijo a sí mismo. Sí, caridad extremosa, porque excede la medida, sobrepuja todo modo elevándose a una eminencia que la encumbra sobre todas. Nadie tiene caridad mayor que quien da su vida por sus amigos. Tú, Señor, la tuviste mayor, pues diste la vida por los enemigos, puesto que, siendo todavía enemigos nosotros, por vuestra muerte fuimos reconciliados contigo y con el Padre. ¿Qué otra caridad parecerá que es, o fue, o será semejante a ésta? Apenas hay quien por un justo quiera morir, y tú padeciste por los injustos, muriendo por nuestras culpas, viniendo a justificar graciosamente a los pecadores, a transformar en hermanos a los esclavos, en coherederos a los cautivos, en reyes a los desterrados. Ninguna cosa ilustra tanto esta paciencia y humildad como el haber entregado su vida a la muerte, haber cargado sobre sí los pecados de todos los hombres, rogando aun por los transgresores de la ley, para que no pereciesen. Expresión verdadera y digna de todo aprecio es ésta: Porque quiso, fue ofrecido en sacrificio. No sólo quiso y fue ofrecido, sino que fue ofrecido porque quiso. Él sólo tuvo la potestad de poner su vida; nadie se la hubiese podido arrancar: ofrecióla espontáneamente. Y así, luego que hubo probado el vinagre, dijo: ¡Todo está consumado! Nada queda por cumplir, ya que no tengo a qué aguardar. E inclinada la cabeza, hecho obediente hasta la muerte, entregó el espíritu.
¿Quién tan fácilmente cuando quiere se duerme? Gran flaqueza, sin duda, es morir; pero cierto, el morir así fortaleza inmensa es. Seguramente lo que parece débil en Dios, es más fuerte que los hombres. Puede la humana locura poner sobre sí mismo las malvadas manos para matarse, pero esto no es poner su vida; más bien es arrojarla y cortarla con violencia que ponerla a su arbitrio. En ti, Judas impío, hubo la infeliz facultad, no de poner tu vida, sino de perderla; ni tu pésimo espíritu salió entregado por ti, sino perdido por ti. Sólo entregó su vida a la muerte Aquel que sólo por su propia virtud volvió a la vida. Sólo tuvo potestad de ponerla el que sólo igualmente tuvo libre potestad de volverla a tomar, teniendo el imperio de la vida y de la muerte.
5. ¡Qué digna es caridad tan inestimable, humildad tan admirable, paciencia tan insuperable! ¿Qué digna es víctima tan santa, tan inmaculada, tan aceptable! Digno es el Cordero, que fue muerto, de recibir la fortaleza, de hacer aquello a que vino, de quitar los pecados del mundo.
Hablo de tres géneros de pecado que prevalecieron sobre la tierra. ¿Pensáis aludo a la concupiscencia de la carne, a la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida? Cierto que éste es un triple cordel que difícilmente se rompe, por lo cual muchos arrastran, o más bien, son arrastrados con esta soga ignominiosa; pero aquellas tres cosas son más fácilmente superadas por los escogidos. Porque, ¿cómo la memoria de aquella paciencia no reprimirá todo deleite? ¿Cómo no lanzará toda soberbia del vivir la consideración de aquella humildad? Pues aquella caridad es digna, sin duda, de que su meditación de tal modo ocupe el corazón, que arrastre hacia sí toda el alma y sea expelido de ella enteramente el vicio de la curiosidad. Fuerte es, pues, contra todo esto la Pasión del Salvador.
6. Mas había pensado hablar de otro pecado triple también, y decir cómo lo lanza de nosotros la virtud de la Cruz; y quizás esto se oirá con mayor utilidad. Al primero le llamo original; al segundo, personal; al tercero, singular.
Original se llama aquel máximo delito que contraemos del primer Adán, en quien todos pecamos y por quien todos morimos. Máximo, sin duda, pues ocupa no sólo a todo el linaje humano, sino a cualquiera de este linaje, no habiendo quien se exima de él, no habiendo ni uno solo. Desde el primer hombre hasta el último se extiende, y en cada uno de ellos, desde la planta del pie hasta la coronilla de la cabeza se difunde este veneno. Y por otro lado, no menos se extiende a toda edad, desde el día en que cada uno fue concebido por su madre hasta aquel en que le recibe en el sepulcro la madre común de todos. Decidme si no, ¿de dónde ese gravoso yugo que pesa sobre todos y cada uno de los hijos de Adán, y esto desde la salida del seno materno hasta el día de la sepultura en la madre de todos? En pecado somos engendrados, en tinieblas somos fomentados, en dolores hemos nacido. Antes de salir servimos de peso y molestia a las tristes madres; al salir, a modo de víbora las desgarramos; y es maravilla cómo nosotros mismos no nos hicimos también pedazos. La primera voz en que rompemos es el llanto; y con razón ciertamente, pues entramos en el valle del llanto, pudiéndosenos con toda verdad aplicar lo del santo Job: El hombre nacido de mujer vive breve tiempo y vese abrumado de muchas miserias. Cuán cierto sea esto, nos lo han enseñado, no las palabras, sino los golpes. El hombre, dice, nacido de mujer: nada más abatido. Y para que no se lisonjee a sí mismo con la perspectiva del deleite de los sentidos corporales que puede percibir lo sensible, en la misma entrada le anuncian de un modo terrible la salida diciéndole: Vivirás breve tiempo. Mas, para que aquel breve espacio de tiempo de entrada a salida no lo juzgue libre para sí, le añaden: Y este tiempo tan breve irá embebido en muchas miserias. De muchas y varias digo: miserias del cuerpo, miserias del corazón, miserias al dormir, miserias al velar, miserias por doquier se vuelva. Él mismo nacido de la Virgen, y aun hecho de mujer, pero bendita entre todas las mujeres, el cual, al hablar a su Madre, le dijo: Mujer, ve ahí a tu hijo; viviendo también breve tiempo sobre la tierra, fue igualmente llenado de muchas miserias, y en aquella brevedad perseguido con asechanzas, colmado de oprobios, insultado con injurias, vejado con suplicios, ofendido con vituperios.
7. ¿Dudarás entonces de que basta esta obediencia para que sea absuelta la culpa de la prevaricación primera? Antes bien no según fue el delito, así es el don; porque si fuimos condenados por un solo pecado, somos luego por la gracia justificados de muchos pecados. Grave, sin duda, es el pecado original, al inficionar no sólo a la persona, sino a la naturaleza: aunque más grave para cada uno es el personal, cuando sueltas ya las riendas, abandonamos por todas partes nuestros miembros a que sirvan de armas de iniquidad para cometer el pecado; presos no ya del pecado ajeno, sino del propio. Pero el singular es gravísimo, porque fue cometido contra el Señor de Majestad cuando los impíos mataron injustamente al Justo y pusieron sus sacrílegas manos en el mismo Hijo de Dios, haciéndose homicidas cruelísimos, o más bien – si cabe decirlo – deicidas. ¿Qué son aquellos dos comparados con éste? En viendo este pecado, palideció y se horrorizó toda la máquina del mundo, como volviendo todas las cosas al antiguo caos. Pongamos que uno de los grandes del reino hubiera saqueado con mano enemiga la tierra del Rey; pongamos que otro, siendo de la mesa y consejo del Rey, hubiera sofocado su hijo único con traidoras manos, ¿no parecerá el primero inocente y libre en comparación del segundo? Pues así es todo pecado respecto de éste; y aun así sufrió en sí mismo este pecado aquel Señor que a sí mismo se hizo pecado, para condenar el pecado por el pecado; pues por éste fue lavado todo pecado, así original como personal, y el mismo pecado singular fue borrado por sí mismo.
8. La prueba, para mí, de que fue abolido el pecado máximo, consiste en que por él fueron lanzados los dos menores, y ved aquí el fundamento. Llevó los pecados de muchos y rogó por los transgresores para que no pereciesen: ¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen! Vuela vuestra palabra Señor, sin que pueda ser detenida, y no volverá a ti vacía, haciendo aquello para que la enviaste. Mira ahora las obras del Señor, que puso como prodigios sobre la tierra. Fue herido con azotes, coronado de espinas, con clavos taladrado, clavado en un patíbulo, harto de oprobios, y aun, como olvidado de todos sus dolores, clama: ¡Perdónalos! Vense aquí por parte de muchas miserias del cuerpo, por otra muchas misericordias del corazón; por aquí dolores, por allí conmiseraciones; por aquí óleo de alegría, por allí gotas de sangre que corren hasta la tierra. Las misericordias del Señor son muchas, y muchas también son las miserias del Señor. ¿Vencerán las miserias a las misericordias o las misericordias a las miserias? Venzan, Señor, tus antiguas misericordias, venza la sabiduría a la malicia. Grande es verdaderamente su maldad; pero, Señor, ¿no es mayor tu piedad? Mucho mayor es en todo sentido. Conque ¿así, dice, se me vuelve mal por bien, y así han cavado una hoya para mi alma? Sí; cavaron la hoya para que ésta cayera en impaciencia. Pero ¿qué es la hoya que ellos han cavado para el abismo de tu mansedumbre? Pagando bienes con males, cavaron la hoya; más la caridad no se irrita, no se precipita, nunca falta, no cae en la hoya, y, a cambio de los males con que le han pagado, acumula bienes. No sucederá de ningún modo que las moscas muertas en el perfume en que cayeron disipen la suavidad de la fragancia que fluye de tu cuerpo, porque en ti está la misericordia y en él hay copiosa redención. Las moscas que perecieron al caer en el perfume, son las miserias, son las blasfemias, son los insultos con que te paga esta generación perversa y provocadora.
9. Pero tú, Señor, ¿qué haces? Cuando elevadas al cielo tus manos, cuando ya el sacrificio matutino pasaba a ser holocausto vespertino, cuando la virtud del incienso, cuyo rico olor subía a los cielos, cubría la tierra y refrigeraba a los mismos infiernos, sabiendo que serías oído por la reverencia que te es debida, clamabas: ¡Padre, perdónalos, que son saben lo que hacen! ¡Oh qué grande eres en perdonar! ¡Oh que grande es, Señor, la abundancia de tu dulzura! ¡Oh cuánto distan tus pensamientos de los nuestros! ¡Oh, qué firme ha estado, aun sobre los impíos, tu misericordia! ¡Oh qué maravilla! Clama Él: ¡Perdónalos! Y los judíos: ¡Crucifícale! Sus palabras se han suavizado más que el aceite, y éstas son saetas.
¡Oh caridad paciente, pero también compasiva! La caridad es paciente; basta. La caridad es benigna: esto es, el colmo y perfección de ella. No quieras ser vencido por el mal: caridad abundante; sino vence al mal con bien: esta es ya superabundante caridad. No sólo la paciencia de Dios, sino la benignidad suya redujo a penitencia a los judíos. La caridad es benigna, porque ella ama a los mismos a quienes tolera, y ámalos ardientemente. La caridad paciente disimula, sufre y espera al pecador, pero la benigna le atrae, le arrastra, hácele volver de sus extravíos, y al fin cubre y perdona la muchedumbre de sus pecados. ¡Oh judíos! Piedras sois, pero herís una piedra más blanda, y al herirla con vuestros golpes, da sonidos dulcísimos de piedad y mana de ella óleo suavísimo de caridad. ¿Cómo saciarás Señor, la sed de los que aman con el torrente de tus delicias, cuando así rocías con el óleo de tu misericordia a los que te crucifican?
10. Es claro, por tanto, que la Pasión de Cristo es poderosísima para destruir todo linaje de pecados. Pero ¿quién sabe si se me aplicará a mí? A mí se aplicará, si quiero, porque a otro no se pudo dar. ¿Se dio quizás al ángel? No la necesitó. ¿Al diablo tal vez? No se levantará jamás. En fin, no se hizo Él semejante a los ángeles, y sería necedad e impiedad pensar que tomó la semejanza de los demonios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo, hecho semejante a los demás hombres, reducido a la condición de hombre. Hijo de Dios era, y tomó la forma de esclavo. Y no sólo tomó la forma de esclavo para estar sujeto, sino de esclavo malo, para ser azotado, y de esclavo pecador, para pagar la pena no teniendo la culpa.
Hecho semejante a los demás hombres, dice, no al hombre; porque el primer hombre no fue criado en carne de pecado ni en la semejanza de la carne de pecado. Cristo, pues, se sumergió más íntima y profundamente en la universal miseria de los hombres, para que aquel avizor ojo del diablo no percibiese el gran misterio de la piedad de Dios. Por eso en lo que se vio en su exterior conducta y en todo su porte fue reconocido como hombre: sin aparecer en Él, en las necesidades propias de la humana naturaleza, señal alguna de singularidad, por la cual fue reconocido como hombre en todo, y crucificado. A unos pocos se mostró claramente, para que hubiese quienes creyesen en Él; pero se ocultó a los demás, porque si le hubieran conocido, nunca al Señor de la gloria le hubieran crucificado. Para eso también juntó a aquel singular pecado la ignorancia, para que con alguien viso de justicia se pudiese perdonar a los ignorantes.
11. Mas dos cosas nos había dejado por herencia el antiguo Adán, que huyó de la presencia de Dios: labor y dolor: labor de la acción, dolor de la pasión. No le fue dicho esto en el paraíso que había recibido para cultivarlo y guardarlo; para cultivarlo, digo, agradablemente, y guardarlo fielmente para sí y sus descendientes. Cristo nuestro Señor consideró el trabajo y el dolor para ponerlos en sus propias manos, o más bien, para ponerse a sí mismo en manos del trabajo y del dolor, metiéndose en el cieno del abismo, viéndose hundido por la tempestad de las aguas. Mirad, dice al Padre, mi humillación y mi trabajo; porque soy pobre y vivo en trabajos desde mi juventud. Trabajó sufriendo: sus manos sirvieron en los trabajos.
Mira ahora lo que dice del dolor: ¡Oh vosotros todos los que pasáis por el camino, atended y ved si hay dolor semejante al mío. Verdaderamente Él tomó sobre sí nuestras dolencias y sobrellevó nuestros dolores. Verdaderamente fue Varón de dolores, pobre y que sabe padecer, el tentado en todo, pero sin pecado. Tuvo en su vida una acción pasiva, y en su muerte una pasión activa, obrando la salud en medio de la tierra.
Por tanto, yo me acordaré, mientras tuviere hálito de vida, de los trabajos que sufrió predicando, de su cansancio caminando, de sus tentaciones ayunando, de sus vigilias orando, de sus lágrimas compadeciéndose. Me acordaré también de sus dolores, de las afrentas, salivas, bofetadas, burlas, ignominias, clavos y demás cosas semejantes a éstas que por Él y sobre Él pasaron. Tengo ya un modelo a quien imitar y un guía a quien sufrir; sólo falta el resolverme de veras a seguirle e imitarle, que si no me reclamarán la sangre del Justo derramada sobre la tierra, y no estaré exento de aquel tan singular delito de los judíos, por haber sido ingrato a tamaña caridad, por haber hecho injuria al Espíritu de la gracia, por haber reputado vil y despreciable la sangre del Testamento, por haber pisoteado al Hijo de Dios.
12. Muchos padecen trabajos y dolores, mas por necesidad, no por voluntad; y éstos no son conformes a la imagen del Hijo de Dios. Otros los sufren con voluntad, pero no tienen parte ni suerte en estas promesas. Vela toda la noche el lascivo no sólo con paciencia, sino con gusto, a trueque de saciar sus malos deseos; vela el salteador vestido de hierro, para arrebatar la presa; vela el ladrón, para escalar la casa ajena. Pero todos estos y otros como ellos están lejos de aquel trabajo y dolor que el Señor considera. Los hombres, empero, de buena voluntad, que con libertad cristiana trocaron las riquezas por la pobreza, o también, no tendiéndolas, las despreciaron cual si las tuviesen, dejándolo todo por el Señor, así como Él lo dejó todo por ellos, ésos son los que le siguen dondequiera que vaya. Esta imitación es para mí poderosa prueba de que la pasión del Señor y la semejanza de su humildad se truecan en utilidad mía. Éste, pues, es el sabor, éste el fruto, así de su labor como de su dolor.
13. Mira que magníficamente se ha portado contigo aquella Majestad. Cuando quiso crear todo lo que hay en el cielo y debajo del cielo, dijo, y fue hecho. ¿Y qué cosa más fácil que el decir? Pero ¿fue quizás obra de una sola palabra el reformar y rehacer lo deshecho? Treinta y tres años vivió en la tierra, y tratando con los hombres en ella, tuvo calumniadores de sus hechos, insultadores de sus dichos, sin tener siquiera dónde reclinar su cabeza. Y esto, ¿por qué? Porque el Verbo había en cierto modo descendido de su sutileza y había tomado más tosco vestido. Habíase hecho carne, y por eso usaba de un modo de obrar algo más tosco y tardo. Mas así como nuestro pensamiento se viste de voz corporal sin disminución de sí mismo, ni antes ni después de la voz, así el Hijo de Dios tomó carne, sin padecer mezcla ni merma ni antes de la carne ni después de la carne. Era invisible en el seno del Padre; pero aquí nuestras manos trataron al Verbo de la vida, y vimos con nuestros ojos al que era desde el principio. Este Verbo, pues, porque había tomado carne purísima y había unido a sí una alma santísima, gobernaba libremente la actividad de su cuerpo, ya porque Él era la sabiduría y justicia, ya porque no tenía en sus miembros ley que repugnase a la ley de su espíritu. En mí, mi verbo o palabra no es sabiduría ni justicia; aun siendo capaz de una y otra, pueden faltar. Porque es más frecuente en nosotros servir a los vicios de nuestra carne que ordenar sus acciones y sus pasiones, estando toda edad, desde la más tierna, propensa al mal y anhelando goces aun entre los azotes y las espadas, aun en el riesgo de la misma muerte.
14. Dichoso aquel cuyo pensamiento – éste es nuestro verbo – dirige todas sus acciones a la justicia, de modo que sea sana la intención y recta la operación. Feliz aquel que por amor a la justicia encauza todas las pasiones de su cuerpo, para padecer por el Hijo de Dios todo lo que padece, de modo que falte en su corazón la queja y esté en su boca la acción de gracias y la voz de alabanza. El que así se levanta, toma su lecho y base de su casa. El lecho es nuestro cuerpo, en el cual estamos postrados antes por fuerza de nuestra enfermedad, sirviendo a nuestros deseos y concupiscencias. Mas ahora, lo llevamos, cuando nos vemos precisados a servir a nuestro espíritu, y llevamos también a nuestro muerto, pues el cuerpo muerto está por el pecado. Pero andamos, no corremos; porque el cuerpo corruptible grava al alma, y esta habitación terrena abate al espíritu, que piensa en muchas cosas. También vamos a nuestra casa. ¿A qué casa? A la madre de todos, pues nuestros sepulcros serán nuestra morada hasta la consumación de los siglos. O mejor aún, vamos a nuestra casa, que Dios nos ha de dar en el cielo, no hecha por mano de hombre y duradera para siempre. Los que bajo esta carga andamos, en dejándola, ¿cómo pensáis que correremos? ¿Cómo volaremos? Cierto en alas del viento.
Nos ha abrazado nuestro Señor Jesucristo con los dos brazos de la labor y del dolor: abracémosle también nosotros a Él con los dos de la justicia y para la justicia; es decir, enderezando a la justicia nuestras acciones y soportando por ella todas las pasiones. Digamos con la Esposa: He llegado a asirle; y no le soltaré. Digamos con el patriarca Jacob: No te dejaré ir si no me bendices. Porque ¿qué falta ya sino la bendición? ¿Qué hay tras del abrazo, sino el beso de la paz? Si así estuviese yo adherido a Dios, ¿cómo dejaría de exclamar: Bésame con el ósculo de su boca? Susténtanos, Señor, entre tanto con pan de lágrimas y danos bebida de lágrimas con medida, hasta que nos lleves a aquella medida buena colmada, agitada y rebosante, que echarás en nuestros senos, tú que en el seno del Padre eres Dios, bendito en los siglos. Amén.


Tomado de San Bernardo, OBRAS SELECTAS, BAC, 1957, pp. 454-463.

domingo, 29 de marzo de 2015

En España: La final de Gran Hermano VIP y la "Ley Mordaza"

Oliver Ibáñez ha publicado este nuevo video que expone la estrategia de la elite illuminati para hacer pasar medio inadvertidamente ante la opinión pública española la aprobación de una ley verdaderamente dictatorial, llamada “Ley Mordaza”, que restringe de manera considerable las libertades civiles de los españoles. Estrategias de este tipo se replican en todo el mundo más o menos siguiendo las mismas pautas. Y eso es obvio, porque es una misma entidad la que está detrás de esto, es un mismo ente pensante que extiende sus tentáculos por todas partes del orbe: los agentes de las fuerzas secretas o elite illuminati masónica. Felicitamos a Oliver por este breve pero esclarecedor video.

La tolerancia, virtud peligrosa

Plinio Corrêa de Oliveira
Catolicismo, N. 78, junio de 1957

En artículo anterior (“Catolicismo”, N. 75, marzo de 1957 ver aquí), tratamos el problema de la tolerancia, estableciendo que ésta, así como su contraria, que es la intolerancia, no se pueden calificar como intrínsecamente buenas, ni intrínsecamente malas. En otras palabras, hay casos en que tolerar es un deber, y no tolerar es un mal. Y otros casos hay, en que, por el contrario, tolerar es un mal y no tolerar es un deber.
Volvemos ahora al asunto, no para desarrollar aún más los principios básicos que ya expusimos, sino para mostrar los riesgos de la tolerancia y las precauciones con que se debe practicar.
Alegoría de la entrada de Enrique IV en París, por Rubens (*)
Antes de nada, recordemos que toda tolerancia, por más necesaria y legítima que sea, tiene riesgos que le son inherentes. En efecto, la tolerancia consiste en dejar subsistir un mal, para evitar otro mayor. Ahora bien, sucede que la subsistencia impune del mal trae consigo siempre un peligro, ya que el mal tiende necesariamente a producir efectos malos, y, además, tiene una seducción innegable. Así pues, existe el riesgo de que la tolerancia acarree, aún, por sí misma males mayores que aquellos que, por medio de ella, se desearon atajar. Es necesario que tengamos los ojos bien abiertos a este aspecto de la cuestión, pues es en torno de él que va a girar todo nuestro estudio.
Para evitar la aridez de una exposición exclusivamente doctrinal,  figurémonos la situación de un oficial, que nota en su tropa graves síntomas de agitación. Se le pone un problema: a) ¿Será el caso de castigar con todo el rigor de la justicia a los responsables? b) ¿O será mejor tratarlos con tolerancia? Esta segunda solución daría lugar a otras preguntas. ¿En qué medida y de qué manera practicar la tolerancia? ¿Aplicar penas blandas? ¿No aplicarlas, llamando a los culpables y aconsejándoles afectuosamente que cambien de actitud? ¿Fingir que se ignora la situación? ¿Empezar tal vez por la más benigna de estas soluciones, e ir aplicando sucesivamente las demás, a medida que los procesos disuasivos o blandos se vayan haciendo notoriamente insuficientes? ¿Cuál es el momento exacto en que se debe renunciar a este proceso para adoptar otro más severo?
Estas son preguntas que forzosamente asaltarán el espíritu de muchos oficiales, pero también de cualquier persona con autoridad o responsabilidad en la vida civil, siempre que tenga exacta conciencia de sus obligaciones. ¿Qué padre de familia, qué  jefe de la Administración, qué director de empresa, qué  profesor, qué líder, no se ha tropezado mil veces con todas estas preguntas, con todos estos problemas, con situaciones como esta?  ¿Cuántos males evitó por haberlas resuelto con perspicacia y vigor de alma? ¿Y cuántos tuvo que soportar por no haber dado una solución acertada a las situaciones en que se encontraba?
En realidad, la primera medida que debe tomar quien se ve en situaciones como ésta, consiste en hacer un examen de conciencia para precaverse contra las celadas que su carácter le pueda tender.
Debo confesar que, a lo largo de mi vida, he visto en esta materia los mayores disparates. Y casi todos ellos conducían al exceso de tolerancia.
Los males de nuestra época han adquirido el cariz alarmante que actualmente presentan, porque existe hacia ellos una simpatía generalizada, de la cual participan frecuentemente aquellos mismos que los combaten.

*        *        *

Hay, por ejemplo, muchos antidivorcistas. Pero entre ellos, numerosos son los que, oponiéndose al divorcio, tienen una manera de ser sentimental. En consecuencia, consideran románticamente los problemas nacidos del “amor”. Puestos delante de la situación de un matrimonio amigo, esos antidivorcistas pensarán que es sobrehumano, por no decir inhumano, exigir del cónyuge inocente e infeliz que rechace la posibilidad de comenzar una nueva vida (esto es, de dar muerte a su alma por el pecado). De boca para fuera, continuarán “lamentándose por el gesto” de este último, etc., etc. Pero cuando se le ponga el problema de la tolerancia, habrán hecho todo un montaje interior para justificar las condescendencias más extremas y más contrarias a la moral. Así, comentarán con blandura e indolencia lo ocurrido, recibirán en su casa a los recién “casados”, los visitarán, etc. O sea, por el ejemplo trabajarán en favor del divorcio, al mismo tiempo que por la palabra lo condenarán. Está claro que el divorcio tiene mucho más que ganar que perder con tal conducta de millares o millones de antidivorcistas.
¿Cómo llegaron a la decisión de tolerar tan desdichadamente el cáncer roedor de la familia? Es porque en el fondo tenían una mentalidad divorcista.
Pero no paremos aquí. Tengamos el valor de decir la verdad entera. El hombre moderno tiene horror a la ascesis. Le es antipático todo lo que exige de la voluntad el esfuerzo de decir “no” a los sentidos. El freno de un principio moral le parece odioso. La lucha diaria contra las pasiones le parece una tortura china.
Y por esto, no sólo con los divorciados, el hombre moderno, aun cuando dotado de buenos principios, es exageradamente complaciente.
Hay legiones enteras de padres y profesores que por esto mismo son indulgentes, en exceso, con sus hijos o alumnos. Y el estribillo es siempre el mismo: Pobrecillo... Pobrecillo porque tiene pereza; no le gusta que los mayores le llamen la atención; come dulces a escondidas; frecuenta malas compañías; va a malos cines; etc. Y porque es un “pobrecillo” raras veces recibe el beneficio de un castigo severo. No es necesario decir en que da esa educación. Los frutos ahí están. Son millares, millones de desastres morales ocasionados por una tolerancia excesiva. “El que ahorra la vara a su hijo, odia a su hijo”, enseña la Escritura (Prov. 13, 24). Pero, ¿a quién le interesa eso?
Lo mismo ocurre frecuentemente, mutatis mutandis, en las relaciones entre patrones y obreros de cierto género, ya que aquellos, tan paganizados cuanto estos, sienten que si fuesen obreros también serían unos revoltosos.
Y en todos los campos los ejemplos se podrían multiplicar.
Claro está que dicha tolerancia se apoya en todo tipo de pretextos. Se exagera el riesgo de una acción enérgica. Se acentúa demasiado la posibilidad de que las cosas se solucionen por sí mismas. Se cierran los ojos para los peligros de la impunidad. Y así por delante.
En realidad, todo esto se evitaría si la persona que está en la alternativa de tolerar o no tolerar fuese capaz de desconfiar humildemente de sí.
¿Tengo ocultas simpatías hacia este mal? ¿Tengo miedo de la lucha que la intolerancia traería consigo? ¿Tengo pereza de los esfuerzos que una actitud intolerante me impondría? ¿Encuentro ventajas personales de cualquier naturaleza en una actitud conformista?
Sólo después de un examen de conciencia como éste la persona podrá enfrentar la dura alternativa: tolerar o no tolerar. Pues sin este examen nadie podrá estar seguro de tomar en relación a sí mismo las diligencias necesarias a fin de no pecar por exceso de tolerancia.
Hay, a grosso modo, un consejo muy apropiado para los que se encuentran en esta alternativa. Todo hombre tiene tendencias malas que están particularmente arraigadas en él. Uno es apático, el otro violento, otro ambicioso, otro escéptico, etc. Siempre que la tolerancia exija la victoria sobre la mala tendencia que en nosotros sea más profunda, no necesitamos tener mucho miedo de pecar por exceso de tolerancia. Pero siempre que ésta lisonjee nuestras malas inclinaciones, abramos los ojos, pues el riesgo es grave. Así, si somos apáticos, no es probable que pequemos por demasiada tolerancia para con un amigo que nos incita a la acción: nada más empalagoso, esquivo o colérico que el perezoso contrariado en su modorra. Si somos irascibles, no corremos mucho riesgo en exagerar la tolerancia para con los que nos injurian. Si somos sensuales, es poco probable que nos mostremos demasiado rigoristas en materia de modas. Y si tenemos un espíritu servil en relación a la opinión pública, difícilmente nos excederemos en invectivas contra los errores de nuestro siglo.
Otro excelente consejo, para no pecar por exceso de tolerancia, consiste en desconfiar mucho más de una flaqueza nuestra en este punto, cuando están en juego derechos de terceros, que cuando se trata de los nuestros.
Habitualmente, somos mucho más “comprensivos” cuando los otros son los que están en causa. Perdonamos más fácilmente al ladrón que robó a nuestro vecino, que al que asaltó nuestra propia casa. Y somos más propensos a recomendar el olvido de las injurias, que a practicarlo.
Y en este punto no perdamos de vista el doloroso hecho de que, según los primeros impulsos de nuestro egoísmo, Dios sería muchas veces para nosotros un tercero.
Así,  estamos mucho más inclinados a disculpar una ofensa hecha a la Iglesia, que la injuria que nos es hecha a nosotros; a soportar la lesión de un derecho de Dios, que un interés nuestro.
En general, éste es el estado de espíritu de los católicos hipertolerantes. Su lenguaje es imaginativo, sin energía, sentimental. Sólo saben argumentar — si es que se puede llamar a esto argumento — con el corazón. Hacia los enemigos de la Iglesia, están llenos de ilusiones, atenciones, obsequios y muestras de afecto.
Pero se ofenden terriblemente, si un católico celoso les hace ver que están sacrificando los derechos de Dios. Y, en lugar de argumentar en términos de doctrina, transponen el asunto al terreno personal. ¿Acaso piensan que soy tibio? ¿Que no sé perfectamente lo que tengo que hacer? ¿Dudan de mi sabiduría? ¿De mi valor? ¡Oh no!, ¡esto no lo puedo soportar! Y su pecho empieza a respirar nervioso, su rostro se llena de rubor, sus ojos se inundan de lágrimas, su voz toma una inflexión particular. ¡Cuidado! Este hipertolerante está en el auge de una crisis de intolerancia. Cualquier violencia, cualquier injusticia, cualquier unilateralidad se puede esperar de él. Es que su tolerancia de fachada sólo existía cuando estaban en juego valores insípidos y secundarios como la ortodoxia, la pureza de la Fe, los derechos de la Santa Iglesia. Pero cuando su nadilla entra en escena, todo cambia. Y helo aquí dispuesto a precipitar al infierno a quien le ofenda, aun levemente, con indignación análoga a la que San Miguel tuvo contra el demonio: “¿Quién como yo?”
      Veremos, finalmente, en un próximo artículo, como debe ser practicada la tolerancia en los casos en que es justa.

Continuará

(*) El resultado de las guerras de religión en Francia del siglo XVI fue el establecimiento de un sistema de tolerancia. Enrique IV, candidato de los hugonotes al trono francés, convirtiéndose al catolicismo, pudo asumir la corona que por derecho dinástico le pertenecía. Y promulgó el edicto de Nantes, que concedía un régimen de tolerancia a los protestantes. La medida, quizás necesaria en aquél momento, tuvo malas consecuencias a lo largo del tiempo. Fue mérito de Luis XIII abatir la soberbia de los herejes,  y mérito de Luis XIV revocar el peligroso edicto.
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